LOCURA II
“El pobre J.stock siempre había tenido problemas de obesidad por lo que, su apenada madre, al verle siempre humillado por los comentarios sobre su gordura decidió encerrarle durante un mes para alimentarle exclusivamente de caldos, pan integral y leche (evidentemente desnatada).
Como pensó que quizás J. Iba a chillar cuando tuviese hambre, una noche, es decir, la noche anterior del comienzo del horrendo régimen se acercó a su alcoba y le dijo: -¡ Hola gordo !- (era un poco cruel la mujer)-¿te gustaría ser esbelto como lo fue tu padre antes de que la apisonadora le aplastara las piernas? -El muchacho, que no era tonto, respondió afirmativamente, pero ni se imaginaba el espeluznante esfuerzo al que se iba a ver forzado.
La señora Stock, muy sutilmente le dijo al chaval que si tenía dolor de garganta, pregunta de la que recibió una contestación negativa. Pero como nadie conoce mejor a sus hijos como las madres, le chantajeo mostrándole un muslo de pollo y J. le mostró a su madre su tragadero diciendo, como a los médicos, AHHHHHHHHH!, oportunidad que aprovechó la bruja para cortar con unas tijeras aquel húmedo instrumento contenido en la agujero mas grande de la cara de su voluminoso descendiente.
Ahora J. no podría volver a comunicarse, ni podría volver a cantar, ni a saborear las comidas ni a chupar un polo de los de pocos centimillos de los puestos de Royne, ni los polos de bastantes mas céntimos de la marca menorquina ¡ cuánta crueldad envolvía el ambiente !
Posteriormente, le enganchó de uno de sus grasientujos brazos y lo encerró en el sótano. Si, si unos de esos típicos sótanos lúgubres, sin ventanas y con olor a humedad. ¡ Santo cielo ! esa mujer era inhumana, inhumana pero considerada ya que, previamente, le había quemado aquella repugnante amputación para impedir una infección letal.
J., que era un gordujo, cuando despertó no pensó en el dolor sino en su estómago, el cuál sonaba para pedir auxilio, o lo que era igual, para pedir comida.
Paralelamente en el tiempo, la señora Stock, es decir, la mala, la loca, se cayó escaleras abajo al intentar bajar a ver a su heredero con tan mala suerte, no para ella, sino para el chaval, de ir a caer justamente su cabeza sobre los dientes del rastrillo del jardín. ¡ pobrecilla! Murió. ¡Y de qué manera!
J., no paraba de tener hambre, por lo que decidió meterse un dedo en la boca y apretar. Estaba crudo pero era carne, y la carne se come, y la carne quita el hambre aún estando cruda. Dio gracias al cielo entonces por ser tan gordo porque como decía un viejo proverbio que, todo sea dicho, se me acaba de ocurrir: “a mayor gordura, mayor cantidad de carne y a mayor cantidad de carne menor hambre”.
J. era tan hambriento, tan obsesionadamente hambriento que el placer que sentía por llenar el buche era mayor al agudo dolor de ser desgarrado como pasto de carroña.
Tras acabar con todo el antebrazo, se desmayó de dolor. Se estaba desangrando pero eso le daba igual. Se despertó de nuevo, y de nuevo tenía hambre. Esta vez empezó por la pierna ¡ y aún llegó hasta la rodilla ! hasta que volvió a desmayarse por el fuerte dolor.
¡ Qué cruel er
a con sigo mismo !
Tras acabar cada desgarramiento, tenía que quemar las heridas con un quinqué que tenía para evitar las infecciones ( al igual que le vio hacer a su difunta madre ).
Y sin brazos, ni piernas, empezó a morderse el labio inferior, y luego el superior, pero ya sin manos, al no poderse quemar los repugnantes desgarramientos con el quinqué, este falleció de una aguda infección.
Pasaron seis días hasta que la señora Wanderlock, la vecina de al lado, pudo percatarse desde su patio de un fuerte ruido, que eclipsaba por completo el mal olor que a la vez se percibía, procedente del sótano de la familia Stock. ¿Qué seria?, ¿Viviría aun el joven J. Stock? La respuesta era obvia: No, pero, aún así, todavía se escuchaba su estómago rugir. ¡ Qué barbaridad !.
Cabe decir a su favor que, al menos, murió como un hombre, ya me entendéis..”
Como pensó que quizás J. Iba a chillar cuando tuviese hambre, una noche, es decir, la noche anterior del comienzo del horrendo régimen se acercó a su alcoba y le dijo: -¡ Hola gordo !- (era un poco cruel la mujer)-¿te gustaría ser esbelto como lo fue tu padre antes de que la apisonadora le aplastara las piernas? -El muchacho, que no era tonto, respondió afirmativamente, pero ni se imaginaba el espeluznante esfuerzo al que se iba a ver forzado.
La señora Stock, muy sutilmente le dijo al chaval que si tenía dolor de garganta, pregunta de la que recibió una contestación negativa. Pero como nadie conoce mejor a sus hijos como las madres, le chantajeo mostrándole un muslo de pollo y J. le mostró a su madre su tragadero diciendo, como a los médicos, AHHHHHHHHH!, oportunidad que aprovechó la bruja para cortar con unas tijeras aquel húmedo instrumento contenido en la agujero mas grande de la cara de su voluminoso descendiente.
Ahora J. no podría volver a comunicarse, ni podría volver a cantar, ni a saborear las comidas ni a chupar un polo de los de pocos centimillos de los puestos de Royne, ni los polos de bastantes mas céntimos de la marca menorquina ¡ cuánta crueldad envolvía el ambiente !
Posteriormente, le enganchó de uno de sus grasientujos brazos y lo encerró en el sótano. Si, si unos de esos típicos sótanos lúgubres, sin ventanas y con olor a humedad. ¡ Santo cielo ! esa mujer era inhumana, inhumana pero considerada ya que, previamente, le había quemado aquella repugnante amputación para impedir una infección letal.
J., que era un gordujo, cuando despertó no pensó en el dolor sino en su estómago, el cuál sonaba para pedir auxilio, o lo que era igual, para pedir comida.
Paralelamente en el tiempo, la señora Stock, es decir, la mala, la loca, se cayó escaleras abajo al intentar bajar a ver a su heredero con tan mala suerte, no para ella, sino para el chaval, de ir a caer justamente su cabeza sobre los dientes del rastrillo del jardín. ¡ pobrecilla! Murió. ¡Y de qué manera!
J., no paraba de tener hambre, por lo que decidió meterse un dedo en la boca y apretar. Estaba crudo pero era carne, y la carne se come, y la carne quita el hambre aún estando cruda. Dio gracias al cielo entonces por ser tan gordo porque como decía un viejo proverbio que, todo sea dicho, se me acaba de ocurrir: “a mayor gordura, mayor cantidad de carne y a mayor cantidad de carne menor hambre”.
J. era tan hambriento, tan obsesionadamente hambriento que el placer que sentía por llenar el buche era mayor al agudo dolor de ser desgarrado como pasto de carroña.
Tras acabar con todo el antebrazo, se desmayó de dolor. Se estaba desangrando pero eso le daba igual. Se despertó de nuevo, y de nuevo tenía hambre. Esta vez empezó por la pierna ¡ y aún llegó hasta la rodilla ! hasta que volvió a desmayarse por el fuerte dolor.
¡ Qué cruel er

Tras acabar cada desgarramiento, tenía que quemar las heridas con un quinqué que tenía para evitar las infecciones ( al igual que le vio hacer a su difunta madre ).
Y sin brazos, ni piernas, empezó a morderse el labio inferior, y luego el superior, pero ya sin manos, al no poderse quemar los repugnantes desgarramientos con el quinqué, este falleció de una aguda infección.
Pasaron seis días hasta que la señora Wanderlock, la vecina de al lado, pudo percatarse desde su patio de un fuerte ruido, que eclipsaba por completo el mal olor que a la vez se percibía, procedente del sótano de la familia Stock. ¿Qué seria?, ¿Viviría aun el joven J. Stock? La respuesta era obvia: No, pero, aún así, todavía se escuchaba su estómago rugir. ¡ Qué barbaridad !.
Cabe decir a su favor que, al menos, murió como un hombre, ya me entendéis..”
Amanda
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